Más de cien gatos también habitan en el refugio de animales. En la celda donde permanecen tienen agua y comida. Se emplea alrededor de 6 kilos diarios de balanceado para su alimentación.
Danilo Briones lleva la comida (balanceado con arroz) a los animales del refugio de la Fundación de Amigos de los Animales, que organiza un evento para fomentar el respeto por los animales.
En Guayaquil existen seis refugios para perros y gatos, que sobreviven gracias a la labor de un grupo de voluntarios.
“Perro que ladra no muerde”, sentencia Danilo Briones, de 38 años, uno de los dos cuidadores del refugio de la Fundación Amigos de los Animales.
Llegó a Guayaquil hace seis meses. Fustiga con una soga el pantalón, que lleva enfundado en botas llenas de lodo. El refugio también es su hogar y los perros sus amigos fieles. Posa su mirada en Michelle, una perrita patuchita, que se las ingenia para lamer del plato que lleva en su mano izquierda. Luce una especie de collar de soga de color azul, que indica que ya recibió su baño semanal.
Danilo conoce a los “abandonados”, casi tan bien como cada rincón y cada uno de los chanchos, pollos, caballos y vacas que dejó atrás en la finca de sus padres, en Paján (Manabí). Con convicción dice que son mansitos, que no hay ni uno bravo, “porque animal que muerde es al que lo han pateado y aquí tienen cariño, todos son engreídos”, recalca como si fuera una autoridad en la materia.
Son las 12:00. Al festín de olores, de orine, se suman cientos de ladridos.
En la puerta de malla de la entrada, cuatro ojos inquisitivos ven pasar los carros que corren sin piedad por la avenida. Son Kayser y Negra, dos perros “cholitos”, que cumplen el papel de vigilantes. Sacan sus narices negras y húmedas a través de la puerta para olfatear.
e alejan rápido de la reja. Solo atinan a mover nerviosos sus colas. Prefieren mezclarse entre los trescientos canes que habitan en el refugio para perros abandonados. Empieza un recital de ladridos interminable. Es un sube y baja de tonos, desde pitidos hasta grandes vozarrones.
El panorama no es el de un lujoso hotel para perros. En un terreno de 30 x 80 m. A Ana María, una perrita que deambulaba sin rumbo por las calles del sur de Guayaquil, hace una semana le diagnosticaron cáncer y pronto irá a qumioterapia. Ahora permanece inmutable sobre un lavadero a la espera de que se le seque su abundante y negro pelaje.
“Es una perrita chola, que tiene un cabello lindo”, comenta el cuidador, mientras pasa junto a una de las ocho jaulas con paredes de malla. Ahí se aloja a las hembras en celo e incluso a las esterilizadas que ladran sin cesar ante la presencia de extraños. Hacia el centro del recinto, en otra celda, un macho de la raza pitbull solo atina a moverse de un lado para otro. Es uno de los cientos sin nombre y, además, está ciego. Al escuchar el aullido se pone nervioso, respinga la nariz e intenta entender qué sucede a su alrededor.
El recital de ladridos se agota lentamente. Se debilita. Los canes se adaptan a la situación, igual que lo hicieron en su momento cuando luchaban por sobrevivir en las calles.
Son cientos de historias que convergen en un solo lugar. Los sin nombre, los abandonados, los pateados… En esa inmensa manada se mueven desde cachorros hasta adultos. Grandes, pequeños, marrones, negros, rallados, atigrados, moteados, peluchones y lampiños. De raza, cholitos, runas. Hay para escoger.
“Pero ni los que tienen “pedigree” se salvan, igual los arrojan a la calle, pero los adoptan más rápido”, cuenta una de los 8 voluntarias que trabajan por mantener el lugar, con donaciones que reciben de empresas privadas o aportando de su sueldo.
Líder Briones, de 28 años, es el primer cuidador y hermano de Danilo. Antes estuvieron otros en ese puesto, pero no aguantaron.
Llegó primero a Guayaquil en busca de trabajo hace dos años. Tras escuchar un anuncio en la radio fue al refugio y ahí está desde entonces. “Somos como los papás de los animales”, sonríe mientras contempla a los perros.
Desde las celdas grandes, una veintena de perros echados en sillas de plástico observa lo que pasa afuera. Otros están dispersos: en la colina, en el piso, en estanterías abandonadas, mientras unos más toman agua que beben de grandes tanques. Una imagen que parece repetirse una y otra vez en cada escondrijo del terreno.
Faltan celdas para alojamiento, pero la manutención del lugar es dura. Solo en alimentación gastan US $ 5.000 al mes. Y eso sin contar con que también hay un espacio para gatos. Más de cien. Su territorio está al fondo del terreno, en una gran jaula. Ahí una carey (con manchas amarillas, blancas y negras) se acicala. Acaba de darse un festín. Son casi 6 kilos de balanceado al día solo para los felinos.
En medio de la manada está el can más fiero. “Chocolate no se casa con nadie. Siempre está de mal humor y no permite que nadie se le acerque, pero por eso es el que menos se baña”, cuenta Danilo.
Dentro de la jauría hay divisiones. Son como pandillas. Los de la colina no dejan que los de “abajo” se acerquen a su territorio. Lo mismo hace un samoyedo que marca su sector.
La inmensa manada se mueve. También hay canes casi lampiños y otros solo con piel. Más bien un pellejo bruñido sin color e incluso abatido con sarna, con cicatrices y marcas. Canela sabe de qué se trata. La cachorra, ahora de un año y medio, deambulaba sin rumbo antes de ser llevada hasta el refugio. Tenía sarna. Los voluntarios la recogieron y la llevaron a uno de los dos veterinarios que atienden a los animales del refugio. Ahora juega con otros de su edad. No tienen pulgas ni garrapatas.
Es hora de la comida del medio día. Danilo sale de una garita que le sirve de alojamiento con varios platos. Sonríe, no le importa el calor ni que aún le faltan muchas horas para descansar. Se levanta a las 07:00 y la jornada se extiende hasta las 23:00. Una rutina que se repite seis días a la semana.
Lleva el balanceado con arroz, para sus engreídos. Mientras tanto, sigue su rutina. Y se abre paso entre un mar de canes que se abalanzan sobre él para arrebatarle un plato.
María de Lourdes Guanín
mguanin@telegrafo.com.ec
Editora Sociedad
El Telégrafo | 24 de agosto del 2008 | Guayaquil, Ecuador
“Perro que ladra no muerde”, sentencia Danilo Briones, de 38 años, uno de los dos cuidadores del refugio de la Fundación Amigos de los Animales.
Llegó a Guayaquil hace seis meses. Fustiga con una soga el pantalón, que lleva enfundado en botas llenas de lodo. El refugio también es su hogar y los perros sus amigos fieles. Posa su mirada en Michelle, una perrita patuchita, que se las ingenia para lamer del plato que lleva en su mano izquierda. Luce una especie de collar de soga de color azul, que indica que ya recibió su baño semanal.
Danilo conoce a los “abandonados”, casi tan bien como cada rincón y cada uno de los chanchos, pollos, caballos y vacas que dejó atrás en la finca de sus padres, en Paján (Manabí). Con convicción dice que son mansitos, que no hay ni uno bravo, “porque animal que muerde es al que lo han pateado y aquí tienen cariño, todos son engreídos”, recalca como si fuera una autoridad en la materia.
Son las 12:00. Al festín de olores, de orine, se suman cientos de ladridos.
En la puerta de malla de la entrada, cuatro ojos inquisitivos ven pasar los carros que corren sin piedad por la avenida. Son Kayser y Negra, dos perros “cholitos”, que cumplen el papel de vigilantes. Sacan sus narices negras y húmedas a través de la puerta para olfatear.
e alejan rápido de la reja. Solo atinan a mover nerviosos sus colas. Prefieren mezclarse entre los trescientos canes que habitan en el refugio para perros abandonados. Empieza un recital de ladridos interminable. Es un sube y baja de tonos, desde pitidos hasta grandes vozarrones.
El panorama no es el de un lujoso hotel para perros. En un terreno de 30 x 80 m. A Ana María, una perrita que deambulaba sin rumbo por las calles del sur de Guayaquil, hace una semana le diagnosticaron cáncer y pronto irá a qumioterapia. Ahora permanece inmutable sobre un lavadero a la espera de que se le seque su abundante y negro pelaje.
“Es una perrita chola, que tiene un cabello lindo”, comenta el cuidador, mientras pasa junto a una de las ocho jaulas con paredes de malla. Ahí se aloja a las hembras en celo e incluso a las esterilizadas que ladran sin cesar ante la presencia de extraños. Hacia el centro del recinto, en otra celda, un macho de la raza pitbull solo atina a moverse de un lado para otro. Es uno de los cientos sin nombre y, además, está ciego. Al escuchar el aullido se pone nervioso, respinga la nariz e intenta entender qué sucede a su alrededor.
El recital de ladridos se agota lentamente. Se debilita. Los canes se adaptan a la situación, igual que lo hicieron en su momento cuando luchaban por sobrevivir en las calles.
Son cientos de historias que convergen en un solo lugar. Los sin nombre, los abandonados, los pateados… En esa inmensa manada se mueven desde cachorros hasta adultos. Grandes, pequeños, marrones, negros, rallados, atigrados, moteados, peluchones y lampiños. De raza, cholitos, runas. Hay para escoger.
“Pero ni los que tienen “pedigree” se salvan, igual los arrojan a la calle, pero los adoptan más rápido”, cuenta una de los 8 voluntarias que trabajan por mantener el lugar, con donaciones que reciben de empresas privadas o aportando de su sueldo.
Líder Briones, de 28 años, es el primer cuidador y hermano de Danilo. Antes estuvieron otros en ese puesto, pero no aguantaron.
Llegó primero a Guayaquil en busca de trabajo hace dos años. Tras escuchar un anuncio en la radio fue al refugio y ahí está desde entonces. “Somos como los papás de los animales”, sonríe mientras contempla a los perros.
Desde las celdas grandes, una veintena de perros echados en sillas de plástico observa lo que pasa afuera. Otros están dispersos: en la colina, en el piso, en estanterías abandonadas, mientras unos más toman agua que beben de grandes tanques. Una imagen que parece repetirse una y otra vez en cada escondrijo del terreno.
Faltan celdas para alojamiento, pero la manutención del lugar es dura. Solo en alimentación gastan US $ 5.000 al mes. Y eso sin contar con que también hay un espacio para gatos. Más de cien. Su territorio está al fondo del terreno, en una gran jaula. Ahí una carey (con manchas amarillas, blancas y negras) se acicala. Acaba de darse un festín. Son casi 6 kilos de balanceado al día solo para los felinos.
En medio de la manada está el can más fiero. “Chocolate no se casa con nadie. Siempre está de mal humor y no permite que nadie se le acerque, pero por eso es el que menos se baña”, cuenta Danilo.
Dentro de la jauría hay divisiones. Son como pandillas. Los de la colina no dejan que los de “abajo” se acerquen a su territorio. Lo mismo hace un samoyedo que marca su sector.
La inmensa manada se mueve. También hay canes casi lampiños y otros solo con piel. Más bien un pellejo bruñido sin color e incluso abatido con sarna, con cicatrices y marcas. Canela sabe de qué se trata. La cachorra, ahora de un año y medio, deambulaba sin rumbo antes de ser llevada hasta el refugio. Tenía sarna. Los voluntarios la recogieron y la llevaron a uno de los dos veterinarios que atienden a los animales del refugio. Ahora juega con otros de su edad. No tienen pulgas ni garrapatas.
Es hora de la comida del medio día. Danilo sale de una garita que le sirve de alojamiento con varios platos. Sonríe, no le importa el calor ni que aún le faltan muchas horas para descansar. Se levanta a las 07:00 y la jornada se extiende hasta las 23:00. Una rutina que se repite seis días a la semana.
Lleva el balanceado con arroz, para sus engreídos. Mientras tanto, sigue su rutina. Y se abre paso entre un mar de canes que se abalanzan sobre él para arrebatarle un plato.
María de Lourdes Guanín
mguanin@telegrafo.com.ec
Editora Sociedad
El Telégrafo | 24 de agosto del 2008 | Guayaquil, Ecuador
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